

En Estados Unidos, la libertad de expresión es sagrada. Tan sagrada como el aguacate en tostada en Brooklyn o como el derecho a comprar rifles de asalto en un Walmart. Pero en los últimos días, esa libertad ha recibido un sutil pero contundente disparo por la espalda, cortesía de quienes aseguran defenderla.
Día 1: La caída del bufón
El lunes 15 de septiembre, Jimmy Kimmel comenzó su monólogo como siempre: con una sonrisa torcida, un traje negro y un chiste que rozaba la decencia. El blanco, esta vez, era el ala MAGA y su peculiar reacción a la muerte de Charlie Kirk, víctima de un crimen aún envuelto en más misterio que las razones por las que hay tantos canales de cocina en la televisión por cable.
Las risas no faltaron, pero tampoco los espasmos de indignación. La maquinaria se activó. No con comunicados oficiales, sino con llamadas misteriosas, presiones discretas y un susurro en la nuca de ABC: «¡Cuánta licencia quieres seguir teniendo?». El martes, la cadena suspendió indefinidamente Jimmy Kimmel Live!. El comunicado fue más ambiguo que promesa de candidato: «Estamos reevaluando los límites del humor». O lo que es lo mismo: «Alguien se molestó y nosotros no tenemos espina dorsal».
Día 2: La FCC, ese primo mafioso
El martes 16, Brendan Carr, presidente de la FCC, reapareció como esos personajes de telenovela que fingen sorpresa al descubrir lo que ellos mismos provocaron. En una entrevista dijo que los medios deberían comportarse «de forma responsable» y que «pueden hacer esto por las buenas o por las malas». Una frase que recuerda más a El Padrino que a un funcionario de una república constitucional.
Claro, Carr tiene intereses. El conglomerado Nexstar está esperando que la FCC apruebe su adquisición de nuevas estaciones. Y Nexstar, casualmente, fue uno de los grupos que exigió la retirada de Kimmel. Más coincidencias que en la Biblia y menos disimulo que en un programa de chismes.
Día 3: Colbert, el siguiente dominó
El miércoles 17, se confirmó que The Late Show con Stephen Colbert tampoco volverá en octubre, como se había prometido. Oficialmente, «ajustes presupuestarios». Extraoficialmente, «el presupuesto de la paciencia con los presentadores sarcásticos se agotó». La decisión se sospecha que viene desde las altas esferas de CBS, ahora bajo control de David Ellison, heredero de Larry Ellison, ese filósofo libertario que cree que la libertad de expresión se debe licitar al mejor postor.
Tanto Colbert como Kimmel han sido, durante años, los bufones más beligerantes contra Trump. No en el sentido de insulto fácil, sino en el arte de sostener el espejo cómico frente al poder. Ambos han convertido el monólogo nocturno en trinchera, y por ello han ganado una merecida colección de enemigos en los pasillos del poder y los despachos de los ejecutivos.
La pregunta ya no es si caerán más presentadores, sino cuándo. Trevor Noah ya huyó hace meses. John Oliver está bajo vigilancia. Y Seth Meyers sospecha que su café tiene micrófonos. Fallon, siempre el más tibio, es probablemente quien debería guardarse las espaldas.
Nota a parte. Meses atrás cuando Colbert fue cancelado, Trump no tuvo ningún disimulo en publicar que «Kimmel será el siguiente.» ¿Casualidad? ¿Coincidencia? ¿O Trump ya sabía algo que el resto de los periodistas desconocían? En su segunda legislatura hay algo que Trump ha sabido hacer mejor que en la primera y es rodearse de gente sin escrúpulos y capaz de llevar a término cualquier de sus órdenes, por loca, fascista o descabellada que parezca.
Día 4: Las redes, ese campo minado
El jueves 18, se filtró que Oracle, empresa de Larry Ellison, está cerca de cerrar un acuerdo para controlar la operación de TikTok en Estados Unidos. Simultáneamente, Truth Social, la red social de Trump, anunció una fusión con un grupo inversor que busca comprar participaciones en X (el artista anteriormente conocido como Twitter). El objetivo es claro: si no puedes controlar el discurso en televisión, controla el meme. Si no puedes callar al bufón, cámbiale el algoritmo.
La ironía es que quienes hace años gritaban «libertad de expresión» ahora hacen auditorías de chistes y censuran con la eficacia de un seminarista reprimiendo una carcajada.
Un modelo exportable (al pasado)
Lo que estamos viendo es la versión neoliberal de la censura clásica: sin barrotes, sin listas negras, pero con contratos congelados, licencias amenazadas y silencios rentables. Una censura gourmet, maridada con tecnocracia y servida por conglomerados sonrientes.
Esto ya no va de Kimmel. Ni siquiera de Colbert. Esto va de saber que la libertad de expresión se mide no por lo que se dice, sino por lo que se deja de decir por miedo a perder el micrófono. En Turquía, Erdogan te llama terrorista. En Rusia, directamente te envenenan el té o te lanzan desde un quinto piso con vistas al Kremlin. En EE. UU., simplemente no renuevan tu contrato. Es más limpio. Más eficaz. Y mucho más difícil de notar.
Y mientras tanto, los periodistas australianos que hacen preguntas incómodas son vetados de ruedas de prensa. Las cadenas que no aplauden lo suficiente son «desacreditadas». Y el público, entretenido con contenido optimizado para no alterar a nadie, se convierte en espectador de una obra donde todos actúan, menos los que tienen algo que decir.
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