
Cuando el Aspirante a Dictador Reúne a su Ejercito para una Charla «Intrascendente»
- Trump no necesita disolver el Congreso: le basta con hacerlo irrelevante.
- No necesita prohibir la prensa: la desacredita hasta vaciarla.
- No necesita cambiar la Constitución: simplemente actúa como si no existiera.

Hace unos días —exactamente el 30 de septiembre de 2025— Donald Trump participó en una cumbre inusual con altos mandos militares en Quantico, Virginia. El acto fue convocado por el Secretario de Defensa Pete Hegseth y reunió a cientos de generales y almirantes. Allí, Trump pronunció un discurso que mezcló elogios, advertencias domésticas y retórica guerrera, anunciando su intención de movilizar fuerzas en ciudades bajo el lema de una “guerra desde dentro”. Una guerra no contra enemigos extranjeros, sino contra ciudadanos estadounidenses con la desgracia de vivir en estados que no votan correctamente.
El montaje no es trivial: el Departamento de Defensa fue rebautizado como “Department of War” (Departamento de Guerra), se eliminaron programas de diversidad, se endurecieron los estándares físicos y se planteó un uso interno más agresivo de las fuerzas armadas. El detalle del nombre no es menor. En las dictaduras, los ministerios no defienden: atacan.
Pero más allá del show retórico, lo que en verdad nos debe alertar no son los discursos ni los uniformes planchados, sino el hecho de que estamos ante un presidente con la autoridad sobre el arsenal nuclear de la nación. Y la cuestión medular es: ¿estamos ante alguien con facultades mentales deterioradas, o al menos erráticas, que podría desencadenar un desastre?
El riesgo de un “comandante en jefe” con desgaste cognitivo
La pregunta, por absurda que parezca, ya no es descabellada. Las intervenciones públicas de Trump alternan entre el delirio conspiranoico y la megalomanía autocrática. Ha llegado a declarar que debería ser presidente de por vida, que sólo él puede salvar a Estados Unidos, y que todo aquel que lo critique está conspirando contra la patria. En su cosmovisión, el desacuerdo político es traición; el pluralismo, un estorbo.
El libro The Dangerous Case of Donald Trump, con aportes de 27 expertos en salud mental, señalaba ya en 2017 que ciertos rasgos del presidente podrían interpretarse como señales de “peligrosidad clínica” en cuanto a la gestión del poder extremo. Más recientemente, artículos en medios como The Atlantic han reflexionado sobre el desajuste que existe entre “emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnologías divinas” (aludiendo a las armas nucleares) —es decir: el cerebro humano no está preparado para gobernar instrumentos de destrucción masiva.
Y ese es el verdadero rostro del dictador en potencia: no aquel que grita como un villano de cómic, sino el que repite que todo lo hace «por el bien de todos», mientras desmantela los frenos democráticos uno a uno. Trump no necesita disolver el Congreso: le basta con hacerlo irrelevante. No necesita prohibir la prensa: la desacredita hasta vaciarla. Y no necesita cambiar la Constitución: simplemente actúa como si no existiera.
El acto en Quantico fue, en esencia, una representación teatral del poder absoluto. Trump se paseó por el escenario como un césar con sobrepeso, amonestando a sus generales por tener barriga, mientras alababa a los «guerreros verdaderos»: los leales, los obedientes, los que estarían dispuestos a intervenir no en Yemen, sino en Chicago.
El silencio de los generales fue atronador. Nadie aplaudió. Nadie se levantó. Pero tampoco nadie protestó. Ese silencio es el ruido blanco de la institucionalidad derrumbándose. Porque cuando un líder anuncia que va a utilizar las fuerzas armadas para intervenir ciudades por su color político, y nadie lo contradice, el problema ya no es el líder: es el sistema que lo permite.
¿Cómo Llegamos Hasta Aquí?
No ocurrió de la noche a la mañana. Este escenario es hijo de varias tendencias convergentes:
- La desconfianza sistemática en las instituciones intermedias
Desde hace décadas, parte del discurso populista ha socavado la legitimidad de los poderes intermedios: jueces, prensa, burocracia. Al debilitar esos frenos, queda más libre el ejercicio del mando unilateral. - La fascinación por lo autoritario como estilo político
Trump lleva mucho tiempo embelleciendo la estética de los regímenes fuertes: despliegues militares, gestos simbólicos, decisiones abruptas. Esa teatralidad prepara al público para aceptar una gestión presidencial más dura, incluso militarizada. - El desgaste del sistema de contrapesos reales
Que el Congreso, los tribunales o los revisores institucionales no reaccionen con eficacia ante estas maniobras —o se vean paralizados por polarización— es parte del problema. Mirar para otro lado significa otorgar permiso al exceso. - La negligencia del asunto mental en el debate público
En democracia, es tabú evaluar la salud mental del jefe de Estado. Cualquiera que lo haga es acusado de faltar al decoro. Pero cuando ese tabú protege al gobernante, también le permite acumular riesgo sin rendición de cuentas.
¿Cómo llegamos hasta aquí? No fue de golpe. Fue un lento goteo de impunidad, una acumulación de gestos, una normalización progresiva del absurdo. Trump no inventó el populismo autoritario, pero sí supo venderlo como entretenimiento. Convirtió la Casa Blanca en plató, la prensa en antagonista, y la política en reality show.
Y ahora, cuando se pasea frente a cientos de generales, con la mirada perdida y la oratoria de un boxeador aturdido, nos preguntamos si el bufón no era en realidad un tirano con peluca. Un tirano que ya no necesita aplausos porque tiene los códigos nucleares.
Debemos Reflexionar
Como alguien dijo —y perdón si la cita es apócrifa—: “Las dictaduras no llegan vestidas de uniforme: llegan envueltas en aplausos, hasta que el silencio es obligatorio”. Y si no hay nadie dispuesto a detener al presidente, ni con leyes, ni con razones, ni con médicos, tal vez no estamos ante una democracia amenazada, sino ante una que ya no se dio cuenta de que cayó.
«El poder absoluto no corrompe, simplemente revela lo que había adentro”. Si en el centro del poder hay un mando de juicio frágil, puede que no estemos ante un mal de forma sino ante un mal de fondo.
En fin: hay quienes dicen que todo esto es una exageración, que hay controles, que la república aguanta. Pero también hay quienes creían que el Titanic era insumergible. Y allí está, hundido, con la orquesta tocando y el capitán asegurando que era solo un poco de agua.
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