

La política contemporánea se ha convertido en un espectáculo itinerante: un circo de carpa permanente en el que los payasos son a la vez domadores y el público tiene que aplaudir aunque le tiren tartas a la cara. El problema no es que haya leones sueltos o trapecistas sin red; el problema es que, en medio de la función, nadie parece recordar quién demonios alimenta a los elefantes. Y lo peor: sospecho que algunos políticos creen que los elefantes se alimentan solos, como las plantas de plástico.
Los elefantes, metáfora obvia de “los asuntos serios”, son esas cosas de las que nadie quiere ocuparse porque no dan titulares vistosos. Mantener las infraestructuras, actualizar leyes aburridas, garantizar que la administración no sea un sudoku infernal… tareas invisibles que no caben en un tuit ni en una foto de campaña. En cambio, todos quieren subirse al trapecio de la polémica, hacer saltos mortales de promesas y terminar con un triple tirabuzón ideológico que hace las delicias de los espectadores más crédulos.
No se trata de que la política no deba tener espectáculo. Al contrario, algo de teatro es útil: ayuda a explicar, a emocionar, a movilizar. El problema es cuando el guion lo escribe un guionista de reality show y la carpa se llena de humo no por los efectos especiales, sino porque realmente está ardiendo. Entonces el domador corre a dar una rueda de prensa, el mago anuncia que tiene “la solución definitiva” y el payaso se hace un selfie. Ninguno, insisto, le da de comer a los elefantes.
Un estudio ficticio del Instituto Imaginario de Ciencias Políticas —que cito aquí con la misma autoridad que citan las encuestas en televisión— concluye que el 78% de los votantes no sabe en qué se gasta el presupuesto público, pero sí es capaz de recitar de memoria el último escándalo del ministro de turno. Esto es como conocer al dedillo la biografía del malabarista pero no saber dónde está la salida de emergencia.
Los elefantes, mientras tanto, pierden peso. No porque no haya recursos, sino porque alimentarles exige rutina, paciencia y cero glamour. La gestión política aburrida es tan imprescindible como el cable que sostiene al trapecista: no lo ves, pero si se rompe, todos caen.
Al final, quizá el verdadero circo no esté en el escenario, sino en la grada: ciudadanos que piden más números espectaculares mientras protestan por el olor de los establos. Y así seguimos, aplaudiendo entre carcajadas, mientras los elefantes nos miran con la resignación de quien sabe que, algún día, la función se suspenderá porque nadie encontró tiempo para darles de comer.