
Novedad Editorial ‘Misión en París’, el Regreso del Capitán Alarrastre de Pérez‑Refriegue
- Un espadachín español llega a París y descubre que allí se mata con florituras y se conspira con perfume
- El cardenal Richelieu, los mosqueteros y un jamón de contrabando: la diplomacia del siglo XVII según Pérez‑Refriegue

El nuevo episodio del folletín histórico de Pérez‑Refriegue —también conocido como Pérez‑Reverte cuando está de buen humor— nos arroja de bruces al París de Richelieu, donde se conjugan duelos al amanecer, intrigas palaciegas y pelucas con vida propia. ‘Misión en París’, octava entrega de la saga del Capitán Alarrastre, confirma lo que ya sabíamos: que el honor es una excusa, la patria una resaca y que en Francia todo se complica si se pronuncia bien.
La novela abre con Alarrastre cruzando la frontera con una carta diplomática y dos jamones de Guijuelo escondidos en la capa. Su objetivo: infiltrarse en la corte del joven Luis XIII y espiar los movimientos del cardenal Richelieu, ese político que habla en latín, conspira en francés y odia en todos los idiomas.
Desde el primer capítulo, el lector se ve inmerso en una red de conspiraciones tan enrevesada que haría sonrojar a una zarzuela. Los mosqueteros del rey —esa banda de barbilindos con capa y gomina— son retratados como lo que fueron: una patrulla de egos empolvados que empuñan la espada como si fuera una extensión de sus complejos.
Aramis, por ejemplo, no reza si no hay alguien mirando. Porthos solo lucha si hay buffet después. Y Athos, tan melancólico que se emborracha antes de leer las instrucciones de un duelo. En medio de esta charanga en esgrima, Alarrastre se mueve con esa elegancia de perro callejero que confunde un vals con una trampa.
La obra presenta una versión particularmente jugosa de Richelieu, más cercano a un tertuliano de cámara que a un estadista: “Nada se mueve en Francia sin que yo lo autorice. Ni siquiera los abanicos”, declara, mientras organiza un complot contra el duque de Buckingham y un servicio de peluquería ilegal.
Pero el gran hallazgo narrativo es la descripción de la corte francesa: un hormiguero de nobles con pelucas inflamables, donde los insultos se dicen en verso y los venenos se sirven con vino. Alarrastre, que viene de la cochambre madrileña, observa todo con la resignación de quien ha visto morir demasiados caballos, pero nunca un queso con tanto protocolo.
Hay espías disfrazados de mayordomos, criados con conocimientos de álgebra, y una criada que conoce seis idiomas pero no sabe barrer. La trama, aunque confusa, se salva por su brillante estupidez: duelos provocados por faltas de ortografía, emboscadas detrás de tapices sospechosamente sonoros, y un capítulo entero dedicado a cómo evitar una cena con Richelieu sin ser ejecutado.
Como toda novela de Pérez‑Refriegue, esta también se sostiene sobre tres pilares: el cinismo, la sangre y la frase lapidaria que suena bien pero que no significa nada. “Morir está bien, pero vivir tiene mejor espada”, dice Alarrastre antes de asestar una estocada en el muslo de un poeta borbónico (influencer de la época) que se hacía pasar por diplomático.
“Mi objetivo es claro”, declaró Pérez‑Refriegue en la presentación de Misión en París, mientras sostenía una espada de utilería con inexplicable solemnidad. “Quiero que la saga de Alarrastre tenga más entregas que The Fast and the Furious. Si ellos pueden hacer diez películas sobre coches y familia, yo puedo escribir treinta novelas sobre capas, traiciones y jamones diplomáticos. Y si todo falla, siempre puedo mandar a Alarrastre al espacio, como hicieron ellos con los coches. El honor también orbita.”
En resumen: ‘Misión en París’ es lo que ocurre cuando un español decente entra en la corte francesa con más orgullo que dientes. Una novela que huele a sudor, tinta, pólvora y queso caro. Una sátira involuntaria del honor, la política y los hombres que creen que una capa los hace importantes.
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