
España Arde. Los Políticos Discuten. Los Bomberos Dan Todo de Sí.
- Cuando el fuego llama, los políticos contestan… con excusas y discursos en llamas.
- Privilegiar el carnet de partido sobre el contrato con la humanidad: España arde y ellos discuten quién se lleva la foto.

Comienza uno a sospechar que el fuego, ese viejo y leal amigo, es el único que no se anda con rodeos en este país donde arden bosques, ánimos y discursos por igual. España llamea sin piedad mientras quienes juraron protegerla se enzarzan en una comedia de culpas que haría sonrojar al mismísimo Sáinz Rodríguez. Y mientras tanto, los bomberos —esos héroes de casco y manguera— ponen la vida donde otros ponen palabras huecas.
En el entramado de competencias vigente, la extinción y prevención de incendios corresponde, por ley y sentido común, a las Comunidades Autónomas. Son ellas las que levantan brigadas, aeronaves y protocolos para apagar fuegos. El Estado solo puede actuar si se solicita explícitamente su ayuda, como el nivel 3 de situación de emergencia, o desplegando medios de apoyo voluntarios como la UME, las BRIF o los aviones estatales. Pero pidan ayuda —entonan algunos— y parece que ceder poder es pecado mortal: “¡No queremos parecer débiles!”, exclaman con la dignidad de quien prefiere ver su tierra convertida en cenizas antes que admitir que necesita al vecino.
Es en este escenario donde los incendios dejan de ser un desastre natural y se convierten en un show partidista. El fuego no distingue siglas: quema por igual a quienes vestimos de azul, rojo o beige, y sin discriminar el carnet político. Pero algunos prefieren blanquearse ante sus votantes antes que coordinar soluciones. Se niegan a activar el nivel 3, no por orgullo patriótico, sino por miedo a perder protagonismo local.
No se trata de una disputa entre hierbas y llamas, sino entre egos. Este es un problema real, mortal y urgente, que exige políticos capaces de mirar desde lo alto del humo, dejar de ver oposición en el manejo de un incendio y empezar a asumir que la primera víctima es la ciudadanía, no el color del partido.
Pero el Estado tampoco está exento de culpa. Mientras las autonomías recortaban presupuestos —como se vio en una caída del 52 % en inversión preventiva entre 2009 y 2022— el aparato central se limitaba a prometer recursos sin articular una ley nacional que impidiera que la extinción se convierta en negocio de bosques arrasados. No era el Estado quien debía marcar directrices comunes, coordinar investigaciones y aprender del fuego antes de caer? Sí, pero preferimos ver a las regiones con su propia pirotecnia presupuestaria… y al Gobierno como un perfecto fan de fondo, listo para aparecer en foto si la hoguera se sale de control.
España quema a estos días de agosto de 2025 como si fuera un ritual de purgación colectiva. Ya devoró más de 344 000 hectáreas, con incendios activos en Ourense, León, Extremadura… la fiebre de fuego no distingue fronteras ni convicciones. Y mientras los bomberos luchan sin pausa, algunos políticos contemporizan con la verborragia o la imagen pública, entre tertulias y tuits, como si el fuego fuera una buena excusa para una foto viral, no una tragedia humanitaria.
Y todo esto constituye un error político mayúsculo, porque el fuego —a diferencia del algoritmo— no discrimina por votante. No hay llama socialista, ni chispa popular, ni pavesa nacionalista: solo hay devastación común. Y mientras los líderes de partido se aferran a sus siglas como si fueran crucifijos en plena tormenta, la imagen del político se desploma, no por la crítica ajena, sino por la evidencia propia. La ciudadanía, esa espectadora habitual del teatro institucional, empieza a comprender que el partidismo no es un simple debate estético en televisión, sino una estructura que puede paralizar la acción, multiplicar el daño y convertir la urgencia en espectáculo.
En conclusión —y aquí permitidme el toque sombrío que merece el momento— da la sensación de que estamos siendo testigos de una elegía en llamas, donde la única constante es el humo de la incompetencia. La España real, esa que sufre y sudoriza junto a los bosques, no necesita discursos; necesita manos, agua y liderazgos que drenen el orgullo para apagar el desastre. Pero parece que somos bastante buenos en encender revoluciones verbales. Lo malo es que esas raramente refrescan.