

La consigna popular dice que el tiempo lo cura todo, pero olvidamos añadir que, en política, el tiempo también lo infecta. Desde hace meses —o quizás siglos, es difícil llevar la cuenta— vivimos en un bucle electoral que haría palidecer a “El día de la marmota”. Solo que aquí la marmota ya ha pedido la nacionalidad y un escaño.
Se nos dijo que la campaña era una carrera de fondo, pero nadie aclaró que la pista estaba hecha de cinta transportadora, siempre hacia atrás. El votante, agotado, no avanza: repite mítines como quien repite episodios de una serie que no le gusta pero “ya que la empecé, la termino”. Y así, entre sonrisas en carteles y promesas con la caducidad del yogur abierto, seguimos en la misma estación, esperando un tren que ya pasó… tres campañas atrás.
Los estrategas políticos aseguran que este constante goteo electoral “mantiene viva la democracia”. Lo que callan es que también mantiene viva la industria de las banderitas, los micrófonos y las gorras con eslogan. Hay pueblos donde el único evento cultural del año es la colocación de pancartas; la procesión de santos quedó en segundo lugar porque “no genera trending topic”.
El tiempo, en teoría, es imparcial. Pero en política es un árbitro que pita siempre que el balón se acerca a la portería. Las crisis se alargan para encajar en el calendario electoral; las reformas se posponen “hasta después de las elecciones”, sin precisar de cuáles. De hecho, no sería raro que pronto veamos campañas preventivas: candidatos pidiendo el voto para 2032 “por si acaso”.
La medicina nos enseña que para curar una herida hay que dejarla cicatrizar. En política, en cambio, preferimos abrirla cada tres semanas, hurgar un poco, y echarle sal para “que no se infecte de la oposición”. Así no se cura nada: se cronifica, como esas series que nunca cierran trama por miedo a bajar de audiencia.
Quizá el problema no es que el tiempo no cure, sino que no le dejamos trabajar. El político teme que, si le damos un par de años tranquilos, el ciudadano recuerde que su vida puede transcurrir sin la constante música de campaña. Y eso sería desastroso: ¿quién financiaría entonces la imprenta local o los globos de helio patrióticos?
Por eso seguimos, como un paciente que finge tos para no perder la atención del médico. Porque en este gran hospital que es la nación, el diagnóstico es siempre el mismo: “Campaña crónica con brotes de promesas agudas”. Y el tratamiento, claro, consiste en más campaña. Total, si el tiempo lo cura todo… mejor no arriesgarse a que nos cure a nosotros.